La mesa 14


Lucía llegó temprano esa mañana, como lo hacía todos los lunes de cada semana. Su trabajo consistía en preparar los desayunos del Hotel conforme los gustos de los pasajeros. Antes, se dirigió con sigilo hacia la mesa 14, ubicada junto al ventanal que daba al parque trasero. Hurgueteó debajo de la tabla, casi donde se encastraba la pata derecha y retiró un papel pequeñamente doblado. Era el noveno que recibía de aquel hombre callado, de pelo rubio, ojos claros y acento extranjero. Los domingos desde tres meses atrás, aparecía sentado a la mesa 14, esperando el desayuno que Lucía le servía en silencio. Sólo un roce de miradas discretas se manifestaba entre ellos.
“Seguramente es un viajante”, pensaba la mujer.
El primer papelito que descubrió fue un lunes, cuando al preparar la mesa para el desayuno, trastabilló enredándose con una silla y la azucarera de loza rodó junto con su contenido debajo de la mesa 14. Le llevó unos momentos recoger el azúcar desparramado, así que tuvo la inesperada oportunidad de estar bajo de aquélla. De allí que al alzar instintivamente la vista, pudo ver un papelito rosa ensartado en una ranura del fondo de la mesa. Lo tomó y guardó, presurosa, en el bolsillo grande de su almidonado delantal blanco.
No comentó con nadie lo sucedido. Lucía era de pocas palabras y de tener pocos amigos. Solía conversar con María Paz, una compañera prudente que trataba de entender qué se ocultaba tras ese rostro, crispado por el sufrimiento. Por alguna confesión al descuido, sabía que Lucía provenía de una desafortunada historia familiar que se resistía a contar. Sus modales finos y su voz pausada tenían sus cimientes en una tía política de familia aristocrática, venida a menos por la loca idea de casarse con un hombre pobre. El día que recibió el noveno papelito, su compañera de sector, Maripi, como la apodaban, la había sorprendido cuando se cambiaban en la trastienda para dejar el trabajo:
_ ¿Has notado cómo te mira el hombre de la mesa 14?
_ Bah, tonterías, es un hombre fino, mira que va a fijarse en mí, respondió la sorprendida.
Jamás había hablado de la extraña y tácita relación que mantenía con aquel hombre. Menos lo diría después de muchas semanas de que ocurriera. El noveno papelito solamente contenía una dirección, una fecha y una hora: martes 23, 20 hs. Avda. Roca N 931. Ese martes les depararía a Eric y Lucía una noche de recíprocas sorpresas y de entrega mutua y total. Increíblemente se habían enamorado el uno del otro de sólo mirarse nomás, como si no hicieran falta las palabras y bastasen únicamente las escritas en cada papelito. El encuentro de aquel martes sería inolvidable. Las emociones contenidas de ambos hicieron gala esa noche.
Lucía Perales tenía 43 años, unos hermosos ojos negros, un cabello voluptuoso y modales elegantes. No tuvo la oportunidad de estudiar algo más que el secundario, que terminó a duras penas, ya que sus padres la enviaron a trabajar como doméstica a los 15 años.
Recibió tres papelitos más desde el último y a pesar de su bien logrado disimulo se la veía nerviosa. Cuando salió de trabajar, el último martes, no volvió a su casa. Ningún amor la esperaba. Ningún hijo la reclamaba. Sólo un hombre con el que no había tenido descendencia y con quien, todavía cohabitaba por temor a sus escandalosas escenas de celos. Nadie le reprocharía si llegaba tarde porque su esposo lo hacía entrada la madrugada, gastada entre prostitutas y vinos.
Lucía enfiló hacia la Avda. Roca. Allí se encontraba su hombre perfecto, de atractiva figura, de hablar entrecortado, de piel blanca, cubierta por un suave vello rubio, casi rojizo que se oscurecía en su pubis. Ese hombre la había hecho sentir mujer en cada gemido de su femenina expresión. Sí, a aquella mujer reprimida, de contrastante piel morena y ojos de terciopelo, vestida con su uniforme negro y glamoroso delantal blanco almidonado.
Ese domingo de enero, Lucía no fue a trabajar. Tampoco dio aviso alguno al gerente del Hotel. Maripi Fuentes, se preocupó: aquella ausencia no era conteste con la forma de pensar y actuar de su compañera. No la volvieron a ver, ni nadie supo más de ella, como si se la hubiese tragado la tierra.
La madrugada del miércoles, cuando todavía no amanecía, Lucía se despertó con un dolor punzante debajo del seno izquierdo y obnubilada su mente por los recuerdos aún frescos de la reciente noche de amor. Su leve sonrisa no se borraría jamás de su boca y sus ojos quedarían abiertos, embelesados mirando el cuerpo de su compañero, sin poder distinguir siquiera, la oscura mancha roja que se desparramaba sobre su pecho.
Lucía Perales, pronto pasó al olvido de la gente. Se conoció la versión de su esposo, según quien, luego de una fuerte discusión, su mujer había salido de la casa para dar una vuelta a la manzana y refrescarse la bronca, pero no había regresado nunca.
De Eric Hill, norteamericano, profesor e investigador de la Universidad de Arizona, a la sazón en el país, con la misión de estudiar la adaptación de la Chía* para propender a su siembra, fueron pocas las noticias: sólo que aparentemente hubo de regresar a su país luego de finalizar los estudios a los que se abocó en esa Comuna. También se supo que había dejado bien ordenado el dinero sobre su mesa de luz, perteneciente al último alquiler de la casa, y al pago de su ayudante para guiarlo en la zona.
Un año más tarde sorprendió al pueblo la noticia del suicidio del esposo de Lucía.
Según se comentó, no soportó la ausencia de su mujer.
Un año más tarde también, el Hotel cambió de dueños y se iniciaron las obras de remodelación, y el reciclado de sus muebles. Las mesas del comedor, por ejemplo, iban a ser laqueadas para lo cual hubo que limpiarlas muy bien y fueron puestas patas para arriba.
El día de la limpieza, una mucama aprendiz, entregó a Maripi Fuentes, su jefa, un papelito rosa doblado que había encontrado en la parte de abajo de la mesa 14.
Al leer el mensaje, Maripi cambió su expresión al comienzo perturbada. Se le iluminó la sonrisa y con gesto de aprobación abolló el papelito rosa y lo arrojó al cesto. La joven mucama que observaba a su jefa de reojos y de lejos, esperó que ésta se marchase y cuando lo hubo hecho, corriendo recogió el papelito abollado y se fue al baño. Cuando leyó el mensaje, no entendió nada. Hablaba de unos boletos y concluía con un Te amo.
Maripi Fuentes se cambió tranquila y se fue a su casa pensando en el “viaje” de amor que había podido concretar Lucía.

2015


Cuento Breve
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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)