El andar
cadencioso del tero guardián, los monstruos de acero que asemejan a extraños
seres mientras trasportan la alta tensión invadiendo los campos; la alameda
contenedora de los vientos del Este; el cielo infinito color celeste; los
postes de eucalipto tumbados a la vera del camino hablando de un teléfono que
no llegó; el verde luminoso del maíz creciendo apresuradamente en enero y un
horizonte inalcanzable para el lento andar de la “chata”, esa vieja pick-up
Chevrolet, en su trayecto hacia el almacén,
lo hizo acomodarse en la silla tapizada en cuero y beber el primer y
único sorbo de café.
Todo aparecía
en su mente como escenas de un film conocido, más cuando se le presentó la
imagen de los estrafalarios nidos de loros usucapiendo el poste de cemento que
traía la luz. Los molinos girando como locos al compás de un viento húmedo que
anunciaba la tormenta y con ella la ansiada lluvia que su abuelo esperaba
ansioso y, ante el ennegrecimiento del cielo, el plateado fulgor de los
imponentes silos del tío Ernesto que desafiaban la horizontalidad del campo,
haciendo insignificante el montecito autóctono que pugnaba por destacarse en el
espacio plano detrás del alambrado. Pero, por sobre todas las cosas, se le
presentaron en la vertiginosa evocación, aquellos ojos asombrados, muy celestes
de la nieta de Doña Agnes, aquella alemana fornida que ayudaba a la abuela. A
él le gustaba verla preparando con sus manos gordas un strudel de manzana,
haciendo transparente la masa que luego arrollaba, mientras echaba de la cocina
a su descendencia rubia, ordenándoles que fueran para su casa y advirtiéndoles
que ya les iba a convidar. (Siempre hacía dos, ya lo tenía pactado con su
patrona). Ensimismado en sus pensamientos, lo sobresaltó, una voz masculina
avisándole: “Señor, le suena el celular”.
De inmediato,
miró hacia la barra del bar y pidió la cuenta.
Su regreso al
presente le recordó que tenía que retirar a su pequeño hijo de la Guardería.
Pagó presuroso
y se entregó de lleno a la civilización, sintiéndose desaparecer en un alud de
gente y vehículos por doquier.
Abriéndose
paso entre una maraña de padres, madres y abuelas que marchaban tras igual
cometido, cumplió su propósito. Cuando tuvo a su hijo entre sus brazos, se miró
en los ojitos muy celestes iguales a los de su mamá y no pudo menos que esbozar
una sonrisa ante el recuerdo perfumado del strudel recién horneado.
2013
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