Cuando “Los Iracundos”,
ese conjunto uruguayo de música pop de los años sesenta, cantaba su tema, Puerto
Montt, yo me propuse conocer ese lugar. Primero tuve que aprender que se
trataba de una ciudad chilena, ubicada en el extremo continental de Chile. Luego,
de muchos andares, llegué hasta ese lugar: Hermosa y colorida ciudad con su
movido puerto en aguas del Océano Pacífico, sus casitas de madera, pintadas de
distintos colores y sin muchos edificios modernos. Recostada sobre la bahía
azul del mar chileno y ostensiblemente
semejante con algunos sectores de Valparaíso, por sus cerros edificados y sus
calles en ascenso tras cerradas curvas o, el interminable descenso de las mismas hacia el
mar; pero con una “magia” diferente, se me presentaba la ciudad de mis anhelos
juveniles. A la vuelta de los años, pensé que en ella podría encontrarme con
algunos ojos seductores y quién sabe, hasta lograr un romance. Al fin de
cuentas, no había ligazones en mi vida y no perdía la esperanza de encontrar un
amor maduro y tranquilo para compartir los últimos años de mi vida. Sin
embargo, Puerto Montt no había reservado a nadie para mí. Eso sí, disfruté de
su costanera, de su exquisita repostería con antecedentes alemanes, y saturé mi apetito de salmón rosado, ése que
vive en las costas de la isla de Chiloé, cuya carne es casi roja y muy sabrosa.
No me animé al curanto de mariscos y longanizas, y
casi pruebo la cazuela de luche, luego de haberme entregado, sin
arrepentimiento alguno, al cancato de pescado. También, disfruté de sus
magníficas vistas panorámicas desde sus miradores en lo alto de los cerros.
Caminé por sus calles con nombre de Almirantes y Capitanes y leí una novela de
la escritora chilena Isabel Allende en mis descansos en el hotelito donde me
alojé, irremediablemente sola. Sin embargo,
cuando me marchaba de ese acogedor lugar para emprender mi regreso, con mis
maletas a cuestas, tropecé con un hombrecito, más bajo que yo, pero apuesto,
con un agradable aspecto y unos bonitos ojos claros indefinidos, que asomaron
con asombro tras sus gafas. La embestida provocó la caída y consecuente
desparramo de las carpetas de archivo que llevaba bajo su brazo, más todo
aquello que uno puede suponer se lleva en la cartera o bolsa mal cerrada de una
mujer. Apurada, recogiendo todo de prisa, terminé pidiéndole mil disculpas y
ascendí al taxi que habría de llevarme al aeropuerto. El hombre se me quedó mirando con una sonrisa
afable dibujada en su rostro y hasta alzó su mano en señal de saludo.
Avergonzada, le respondí de igual forma.
Ya de regreso, refugiada en mi confortable
departamento, comencé la tarea de acomodar todo el contenido de las maletas y
cartera. Junto con los cosméticos apareció una tarjeta minúscula con el nombre,
cargo y profesión de una persona. Llevaba doble apellido. “Deber ser chileno”,
pensé, porque ellos usan los dos apellidos, el paterno y el materno. En la
tarea organizativa de pequeños objetos, descubrí que me faltaba una ovejita blanca,
la que a manera de souvenir, me había
regalado el conserje del hotel, en mi despedida.
Pasó algún tiempo y, cuando el recuerdo de Puerto
Montt aún me arrancaba una débil sonrisa, grande fue mi estupor al recibir una desacostumbrada
llamada de larga distancia. Era de un señor con doble apellido que ofrecía devolverme
una ovejita de lana.
Después de todo, parece que tan paradisíaco y afrodisíaco destino sí reservó algo para ti. ¿Habrá continuación?
ResponderEliminarSaludos desde México, donde también usamos los dos apellidos.
Gracias Daniel, por estar en este Blog. Que Puerto Montt es bonito sí. Que el océano Pacífico lo es también, es cierto. Siempre que escribimos el resultado es una mixtura entre realidad y ficción. Saludos, amigo.
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