El invisible



Golpearon mi espalda las primeras brisas del sur. Anunciaban la probabilidad de un cambio en el clima que le hiciera frente al brumoso polvo marrón, que la sequía se había obstinado en depositar en el ambiente. Busqué refugio en un pañuelo que colgaba del picaporte de la puerta y que el quehacer del jardín me obligara a quitarme y proseguí mi tarea. Amanecer y atardecer pintaban el mismo panorama. Eran los últimos  días de un invierno tenue, más parecido a un otoño invernal. De esos Mundos invisibles que nos rodean, que comparten nuestro entorno, llegó. Se instaló en algún lugar muy próximo a mí. No le percibí hasta más tarde. Hacía tiempo que los canteros de caléndulas requerían la presencia humana, así fue que continué hasta el anochecer. Transpirada y cansada me dí una ducha y sólo tomé un té, ya que raramente no tenía apetito. Me fui derechito a la cama. Un pijama limpio y de color rosa me esperaba. Las sábanas níveas me recibieron como para que durmiera toda la noche, sin embargo, no fue así: giros y más giros enredados en una lucha sin cuartel, arrugando el percal, y mi ropa limpia recién puesta. Tuve sueños raros, persecuciones de alguien o algo que no podía ver. Sentí, en medio de la brumosa carrera, estertores y escalofríos. De madrugada desperté con los ojos desorbitados, la garganta me quemaba, así que fui hasta la cocina por un vaso de agua. No quería reconocer el caluroso miedo nocturno que me abrasaba y felizmente tuve la sensación que, desde ese momento, a partir del líquido fresco nutriendo mis venas y arterias, podría conciliar el sueño. Sin embargo, solamente logré sumergirme en un sopor indeseable que acabó por partirme la cabeza. Cuando ya mis ojos se habían desplomado ante el cansancio, una corriente de agua, como canilla abierta, me sobresaltó. Sentí una opresión en el pecho que me desequilibró aún más. No podía respirar. Esta batalla se presentaba dura, seguro la perdería. Dos días después, me rendía totalmente ante Él. Me había traspasado de lado a lado con mil espadas que me causaban dolor en todo mi cuerpo. Estaba aniquilada.
“Tienes un virus”, sentenció el médico del lugar, un señor calvo que me miraba desde muy cerca y quien me sobresaltó al despertarme. Esta vez, “El invisible” me había encontrado con la guardia baja.

2011


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Alimento del alma

Alimento del alma
Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)