Lucila Gutiérrez, era callada y
frágil de aspecto. Si bien se manifestaba estudiosa y cumplidora, la mayoría de
las veces permanecía aislada del grupo. En el nuevo Sistema Educativo, el año próximo,
ingresaría al primer año del secundario y su conducta hostil y reservada
preocupaba a sus maestras, en cuanto a su desenvolvimiento posterior.
Ahora, con sus frescos doce años,
su falta de comunicación, alarmaba al equipo psicopedagógico del
establecimiento escolar. Si bien su rendimiento tendía hacia un excelente
resultado, sus pruebas escritas calificaban mucho mejor que las orales. Un día,
la llamaron a la Dirección y muy gentilmente la Directora inició un casi
monólogo ante la niña, en presencia de las profesionales del equipo asistente. Lucila
contestó las pocas preguntas de su superior con monosílabos o silencios y volvió
al curso sin mayor cambio en su semblante.
“Algo
oculta”
había observado la psicóloga, “evidentemente
no quiere hablar” completó la profesional bajo el asentimiento de la Directora.
La primera medida que se adoptó
fue citar a la madre, pero para desilusión del Equipo, la entrevista no fue alentadora.
La progenitora se había
presentado estrafalariamente vestida y contestó a las preguntas con evasivas: “Es así, ella es así, profesora”. La
segunda estrategia del Gabinete multidisciplinario fue enviar a la trabajadora
social para que realizara un informe sobre las características del hogar de la
niña. La Asistente, practicaría una encuesta ambiental en un horario prudente para poder
apreciar la situación en la que vivía la menor y mientras ella no estuviese.
Llegó a las once de la mañana a la dirección indicada y luego de golpear varias
veces a la puerta de la vieja casa, observó que el desvencijado picaporte de
bronce opaco se movía lentamente. Abrió una chiquilina despeinada y rubia, con marcadas ojeras,
mezcla de la ausencia de descanso y del rímel de sus pestañas, no retirado la
noche anterior. Después de la presentación la visitante ingresó al domicilio.
El cuadro no ofrecía ningún aspecto halagador, por el contrario. En el centro
de la oscura cocina, una mesa con mantel de hule y sobre él, restos de pan
viejo y una taza con un poco de leche, hacían suponer que Lucila había
desayunado. Sentada a la mesa mientras escribía, la asistente esperaba a la
madre que aún no se levantaba. Al tiempo, la progenitora se presentó envuelta
en una “robe” de satén rojo.
“Me
interesa recorrer la casa, Sra. Gutiérrez, y especialmente ver la habitación de
Lucila”,
comunicó la profesional, con gesto serio.
“Lucila
no tiene dormitorio propio, lo comparte con su hermana”, respondió agriamente
la mujer, e inició el recorrido por un pasillo de distribución que comunicaba los
cuartos con el comedor y el baño, mientras la Asistente Social marchaba por
detrás. De los tres, uno le llamó su atención. Sólo había una cama de dos
plazas en el centro con las sábanas revueltas y una única mesa de noche, bajo
la cual un balde y una toalla completaban el mobiliario. Era “el cuarto de las visitas”, alegó la
madre. El otro, era de las hermanas, con dos camitas, una mesa de noche en el
medio y un ropero grande y antiguo sin puertas, ni espejo. La tercera
habitación, correspondía a la mujer. Llegaron hasta el baño sin azulejos, con
estucado en las paredes, sorprendentemente limpio.
“Su
hija mayor terminó el secundario” preguntó la Trabajadora Social.
Y, con voz altiva, cansada de los muchos interrogantes que se le habían formulado, respondió
cortante con un “No”
“No hay
para más”, pensó la encuestadora, y se marchó presurosa de aquella casa
oscura, ya que su estancia en ella le había despertado inquietud y no soportaba
el olor a humo impregnado en el ambiente.
Ya afuera, Intentó averiguar
discretamente entre los vecinos, explicándoles que no mencionaría sus nombres y
que no se trataba de una orden judicial, sino que había sido enviada por la
Escuela del barrio. Llamó a tres puertas
y las tres personas que la recibieron se disculparon, no ofreciendo ninguna
información. Sin embargo, la profesional pudo advertir que en sus rostros se
dibujaba una expresión de desagrado cuando se mencionaba a la familia en
cuestión. La cuarta puerta se abrió tras el saludo amigable de una anciana que
escuchó atentamente a la Asistente Social y se desbordó en un palabrerío
atropellado:
“¡Sí!,
sí, las conozco. Son todas unas prostitutas,
ella y las hijas, pero la peor es la madre, ésa es una grosera, sucia,
delincuente. . .”
La locuaz enumeración se interrumpió, cuando una potente voz varonil resonó en
el zaguán de la casa, llamando adentro a la mujer. Un hombre de mediana edad se
presentó excusándose de dar información y negando los dichos de su madre,
alegando que era mayor y que solía confundir la realidad.
El círculo se cerraba. El desquiciado entorno familiar con el que
interactuaba la pequeña Lucila quedó plasmado en el informe de la Trabajadora Social.
La Directora, ordenó una
entrevista psicológica para la alumna, ya que la responsabilidad del caso
pesaba sobre su conciencia y sobre el establecimiento escolar a su cargo.
Poco a poco Lucila se fue
soltando en sucesivas reuniones con la Psicóloga, hasta que un día rompió en
llanto y contó su historia, su miedo anulante: Un señor que visitaba a su madre
había pretendido tocarla en sus zonas sexuales, mientras esperaba su turno,
pero ella no sólo se había negado sino que había logrado escapar por la puerta
de la cocina y, saltando una tapia baja, se quedó en un gallinero abandonado de
la casa vecina, esperando que amaneciera. A esa hora, según relataba la niña, los hombres ya se marchaban y su madre y
hermana se acostaban a dormir.
Detectado el peligro inminente en
el que se encontraba la niña, la Directora informó el caso ante la Asesoría
Letrada de los Tribunales locales, iniciándose las correspondientes actuaciones
judiciales.
Pronto, Lucila fue entregada en
guarda a un hogar sustituto, puesto que los pocos parientes con los que contaba,
no reunían las condiciones materiales ni morales para tal cargo.
En su nueva casa y en el seno de
su nueva familia, su vida dio un importante giro. Sin embargo, el daño en Lucila
Gutiérrez se había consumado.
El Juez de Menores trataría de
atenuarlo ordenando una terapia psicológica para la niña.
El Asesor Letrado que hubo de
llevar el caso en representación de la menor, archivaba en su despacho los
informes originales y los repetidos por su orden, mientras su mente continuaba
rondando el caso de Lucila Gutiérrez.
Antes de retirarse, tomó su
cuaderno personal y anotó:
“¿Qué
emoción extraña e irracional, qué pensamiento y decisión oscuros, llevaría a
algunos hombres a buscar placer en lugares como la casa de Lucila Gutiérrez?”
“La
biología no necesariamente determina y justifica el rol de madre”
“¡Cuán
importante es que en una sociedad sus instituciones se interrelacionen!”
2015
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