Retrato de un cambio




Corría el año 2002 y era invierno. Ya en ese tiempo renegaba de mi profesión de abogada. Cada día me costaba más ser amable con los clientes. Las parejas que se insultaban en mi estudio antes de firmar un divorcio por mutuo consentimiento me generaban un estrés casi insuperable. Mis patrones de sueño se habían alterado, una sensación de flotar en una nebulosa se apoderaba de mi mente, algunos lapsus de memoria, falta de concentración cuando redactaba los escritos judiciales y una  incapacidad de organización creciente, terminaron por aturdirme.
Así fue como decidí tomar unas vacaciones para reflexionar sobre mi futuro. Revisé mis ahorros y descubrí que alcanzaban para mi proyecto. Los juicios que tenía a mi cargo, los pasé a manos de mi socio, previo aviso a mis clientes para quienes Rafael no sería un desconocido.
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Luego de una minuciosa selección, me instalé en un pueblito de las serranías cordobesas conocido por su perfil místico, habitado por gente bohemia, de pensamiento liberal que se mezclaba con el criollo serrano, cuyas creencias lo hacían desconfiar de esa “gente rara”. Dispuesta a relajarme y a leer todo aquello que no fuera técnico-específico, comencé a recorrer las páginas de Siddharta, del autor alemán Hermann Hesse, Premio Nobel de Literatura en 1946. Ese pequeño libro, de edición rústica  de 1982 que durmió años en mi biblioteca jurídica, ése que una tarde de otoño me regalara una anciana a quien le había tramitado el juicio sucesorio y nada le había cobrado ya que nada tenía, sólo su casa donde habitaba, marcó el principio de mi cambio.
Después de Siddharta, mi interés por la filosofía oriental se despertó desesperadamente.
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En aquel refugio de la Naturaleza, conocí a una podóloga y reikista que me acercó al Reiki. Ella trabajaba con el Método Usui, que recogía las enseñanzas del Maestro japonés, Mikao Usui. Un día,  me invitó a su casa, alejada de su consultorio para el tratamiento de los pies, y allí recibí mi primera sesión de Reiki. Luego me interesé por aprenderlo y tuve la suerte de hacer el primer y segundo nivel con un agradable y anciano maestro, quien viajaba desde la Capital cordobesa para dictarlos. Además, Mabel, la podóloga, me contactó con otra señora que daba charlas sobre terapias alternativas en la sede del salón municipal de cultura y turismo una vez por mes. Fui a cinco charlas. Nunca me había interesado el tema, más, siempre había sido poco generosa con mis visitas al control médico. Salvo que me estuviese muriendo, por supuesto.
Mi vida iba transformándose poco a poco sin que yo lo advirtiese notoriamente.
Fumadora por excelencia, el cigarrillo había sido un fiel compañero en antesalas de audiencias y arreglos extrajudiciales. En aquel lugar mágico naturalmente, con su cielo celeste profundo y su aire puro, comencé a dejarlo sin darme cuenta  por consejo de la podóloga, de Sara que trabajaba una granja orgánica y del propio maestro que me descubrió una vez, mientras esperábamos su llegada en la vereda colonial del pueblo.
Cuando mi socio tenía que redactar una demanda, o fundamentar un recurso, en fin, un escrito importante, ponía de fondo su acostumbrado CD de música New Age. Yo la detestaba. Sin embargo, aprendí a degustarla con la ayuda de  Mabel y del Maestro. Me había convertido en otra persona. No extrañaba mi trabajo, ni los amigos, menos los amores, que  bien pocos fueron. Familia casi no tenía y la que me quedaba vivía en el sur del país.
Cada quince días acudía al pueblo un joven estudiante de Psicología para darnos una Meditación con cuencos. Él era Maestro de Hata Yoga pero no podía darnos clase porque sus estudios ocupaban todo su tiempo. Sólo en enero, si se le insistía, tal vez viniese con ese fin.
Cuando llegué a esa tranquila villa no estaba en absoluto preparada para una expe­riencia mística. La meditación quincenal me había aquietado la mente y aquellas oleadas de emociones inexplicables, momentos de alegría y momentos de depresión sin aparente sentido, prácticamente me habían abandonado y cumplido el año de mis austeras vacaciones, una sabia paz interior comenzaba a refugiarse en mi alma. 
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Agotados todos los recursos económicos ahorrados en parte en moneda extranjera, y después de dos años, me restaba solamente el alquiler de la casa grande que fuera de mis padres y mi departamento bonito, sobre la populosa avenida de la gran ciudad, el que gracias a varios juicios ganados, un préstamo de mi hermana y las cuotas de financiación, pude comprar después de largos años de trabajo profesional. Mi casa, mi hogar de soltera grandecita, había permanecido en total soledad, salvo cuando Rita, la esposa del portero, lo ventilaba y aseaba una vez por mes si yo se lo pedía por el teléfono de la cabina pública.
“Si lo arriendo”, pensé, con la suma de ambos alquileres podría vivir aceptablemente en aquel paraíso. Cuando redondeé la idea, me sobresalté y me desconocí. Una especie de mareo seguido de una sensación de vértigo se apoderó de mí. El cambio de mi vida ya cobraba forma y solidez. Semanas más tarde tomé la decisión que implicaba quedarme en el lugar por más tiempo hasta que algo que no percibía aún, ocurriera y me ayudara a ordenar mi vida definitivamente.
Con mi resolución,  se alegraron Mabel - la podóloga-reikista y otros amigos que había cosechado en el lugar.
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En el final del tercer invierno serrano, cuando los ocres dominan la inmensidad del paisaje, el frío comienza a disminuir en las lánguidas tardes y las tertulias pueblerinas se realizan puertas adentro, me fui dando cuenta que mi capacidad perceptiva se había expandido considerablemente. Alejada del bullicio tribunalicio, de las callecitas próximas a los Tribunales atestadas de letrados y de los bares repletos de clientes, sin la premura obstinada de escribir hasta el amanecer y liberada de la ropa formal de abogada a la moda, mis sensaciones en mi relación con la naturaleza se habían desarrollado. El trinar de los horneros, cacholotes y benteveos, me despertaba bien temprano y podía diferenciarlos. Los talas, molles, espinillos y despampanantes algarrobos, personajes conocidos de la Madre Tierra pertenecían a la extensión de mí misma como hermanos. La maestra reikista, el maestro anciano y el joven yogui, a más del carnicero, el apicultor, el Juez de Paz y un pintor retirado, constituían toda mi familia. También tenían cabida en mi entorno, dos muchachotes que interpretaban música folklórica con sus guitarras los domingos a la tarde y cantaban al amor en cada copla.
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Con el transcurrir de los meses y años en  mi nuevo home,  había reemplazado la lectura del Código Civil por las obras de Brian Weis y del Código de Procedimientos por las enseñanzas de James Redfield quien se había convertido en mi dilecto, desde su primera novela, Las nueve revelaciones, una síntesis de psicología y religiones orientales, considerado un libro clásico dentro de la llamada Literatura de la New-Age.
Mi cambio espiritual avanzaba hasta el punto que, cuando nos visitaba el Maestro de Reiki para formar nuevos discípulos o para ampliar nuestros conocimientos comencé a tener cada vez más charlas individuales con él. Una de ellas, la última antes de Máximo Trotta, me había impresionado sobremanera:
_ ¿Y, querida, sigues con esos estados, por momentos llenos de energía y creatividad y en otros totalmente fatigados y sin motivación? Me preguntó el anciano.
_ Sí Maestro, le respondí y así continuamos por buen tiempo.
_ ¿Estás sufriendo alergias o intolerancias que antes no tenías?
_ Sí Maestro, casualmente y para mi bien ya no fumo, no tolero el cigarrillo.
_ ¿Sientes que tu conexión en la meditación es más calma, más profunda?
_ Sí Maestro.
_ Pues, entonces, bienvenida seas al cambio vibratorio.  No es nada malo lo que te sucede, muy por el contrario, estás en perfecta sincronía con el momento planetario que se avecina, adaptando tu estructura a la aceleración electromagnética de la Tierra.
Desconcertada, no supe que responderle y atiné a decir:
_ Pero, Maestro, ¿qué quiere decir con eso? 
_  Escucha bien, es muy interesante, dijo el anciano:
En 1952, un físico alemán de nombre Schumann, constató que la Tierra está rodeada de un campo electromagnético que se forma entre el suelo y la parte inferior de la ionósfera, a unos 100 Km sobre nuestras cabezas. Para aquella época dicho campo tenía una resonancia de 7,83 hertzios o pulsaciones por segundo. La resonancia Schumann es responsable del equilibrio de la biósfera, la temperatura y las condiciones mundiales del clima, así como también influye directamente a través del hipotálamo a todos los mamíferos, seres humanos, delfines y ballenas.

La resonancia de las Ondas Schumann ha ido en aumento progresivo desde los años 80 y más a partir de los 90, alcanzando valores de hasta 11 hertzios en 2003, y sigue acelerándose, lo que implica grandes cambios electromagnéticos en el equilibrio planetario, en nuestras células, en nuestro sistema nervioso central y hasta en nuestro ADN.
Perpleja, no supe qué comentar. En realidad no sabía si lo que me decía era cierto o no. Mi formación siempre me había alejado de temas de matemática y física. Me asusté. El Maestro continuó con su explicación, al parecer sin notar mi desarticulación y mi temor en aumento.
_ Presta atención, te explico:
La vibración natural de nuestro mundo se acelera, y es en este sentido físico, científico, que el Salto Dimensional tan augurado desde hace tiempo por los metafísicos, llega por igual para todos. Lo creas o no lo creas, nuestro planeta acelera su vibración y el cambio viene y toca también  a tu puerta.
Durante un tiempo, notarás tus funciones mentales como sedadas, adormecidas. Este es un estado necesario para dar el siguiente paso hacia una nueva expansión mental. Mucha más información está queriendo ingresar a ti, y eso abruma la capacidad receptiva de tu cerebro.
No quise escuchar más, era demasiado para mi mente aletargadamente feliz, tranquila, aunque el contenido me asombrara y alimentase mi curiosidad.
***
Luego de despedirme del Maestro a quien, literalmente abandoné, me consolé pensando que el  grupo de discípulos que aguardaban por él, seguramente lo estimularían a reanudar la charla con ellos.
Salí presurosa del Dojo y caminé sin levantar la vista para llegar cuanto antes a mi monoambiente, como llamaba a mi amplia y ventilada habitación, con su baño y pequeña kichenette.  Iba rauda por la calle principal hasta que me topé con una pared humana. El bochorno me sacó de mi ensimismamiento, atinando a  pedir disculpas al hombre moreno, de formidable cuerpo y extrañados ojos marrones que me miraban atónitos tras los cristales de sus lentes.  Esa mole, se llamaba Máximo Trotta, escritor frustrado, cincuenta años, - casi diez menos que yo -turista italiano,  dueño de un español bastante claro y heredero de una mediana fortuna en Milán, datos que amablemente me transmitió, mientras degustábamos una torta de miel acompañada por un té de hierbas en una de las dos confiterías que ostentaba el pueblo, invitación que después del encontronazo no pude evitar.
Se quedó dos meses en la villa y logró borronear unos dibujos e insinuar unos textos líricos muy dulces, como la miel del lugar. Cuando se quejaba de sus condiciones de escritor, me animaba a sugerirle un cambio de actitud frente a la vida, lo que a él le atraía:
“Tu mente, Máximo Trotta, necesita expandirse y no lo logrará focalizándose en las mismas cosas de siempre. Por lo tanto Máximo: Límpiala, vacíala. La nueva frecuencia vibratoria la sumirá en una especie de ensueño, querido”.
No nos separamos un instante.
***
Lo nuestro fue un flechazo. Nuestras almas se encontraron en un pequeño lugar en este mundo, ese mundo que según el Maestro se preparaba para el cambio evolutivo. La diferencia de edades no hizo mella en el ensamble generacional que co-creamos. Ni imaginaba, entonces, tamaña consecuencia en mi vida de mujer libre y sola.
Tres meses más tarde, Alitalia me llevaba a su encuentro, previa escala en Roma para recalar en la Lombardía, casualmente cuna de mis bisabuelos maternos, en el Municipio de Arese, lejos de Milano signada por las connotaciones de una metrópolis moderna, con rascacielos de cristal y metal, una de las capitales mundiales de la moda.
¡Qué más lejos estaba yo de todo eso! Máximo lo había entendido así. Por eso había comprado una casita en las afueras de la Comune di Arese, donde prometía cocinar para mí, sus platos preferidos “cotoletta alla milanese”   su "risotto alla milanese"  y en Navidad el tradicional panettone.

Mi historia terminaría en los jardines de la casa donde viviría  junto a Máximo, en una nueva y armónica vibración de humanidad.

2013


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Comentarios

  1. BELLO CUENTO AMIGA
    una historia bella del devenir d enuestra vida ...a veces hacer cosas relevantes , tomar medidas acertadas nos llevan a esos caminos increíbles y casi hasta mágicos...lindo, lindo

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  2. Gracias Meulén. Es así porque las dos somos románticas. . .Un abrazo.

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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)