Esas vacaciones habían sido un
poco forzadas. Pero, el llamado del mar pudo más que nuestros desencuentros.
Volviendo, entre las ciudades chilenas de
San Felipe y Los Andes, los ojos se me llenaron de verdes. El cerro a un
costado y los viñedos y flores y árboles a la vera de la carretera ponían un
tinte pintoresco y a la vez angustiante al viaje. Faltaba poco para llegar a
Los Andes y el contraste del angosto y antiguo camino de dos carriles con las
modernas autopistas y autovías que dejamos atrás, me distrajo. De pronto, me
identifiqué con un cerro cubierto de cactus erguidos con sus brazos elevados
hacia el cielo celeste puro, sin nubes, pidiendo, clamando, tal vez por una
lluvia renovadora que no llegaba. Los maizales verdes y las parras a la espera
de que sus frutos fuesen cortados para ser llevados a la mesa familiar y varias
casitas de adobe me trajeron recuerdos de mi infancia y volé con mis
pensamientos hasta un tiempo, también de verano, de tardecitas que se prestaban
para jugar en la vereda o tomar un helado de vainilla y chocolate.
Los carteles viales de color
también verde que indicaban la proximidad de Los Andes, me trajeron velozmente
a este tiempo que transitaba sin transitar. A mi lado, él conducía sereno y
callado, oculta su mirada tras sus anteojos oscuros que lo protegían del sol
del Este, apenas asomado tras la
Cordillera que se anunciaba en sus primeras estribaciones. El
estar llegando a la ciudad me llenó de zozobra. Pero ya lo tenía decidido, lo
había planificado todo, caminando frente al mar azul marino de un Océano
Pacífico que no lo es tanto. Sí, lo había decidido, mirándome los pies hundidos
en una arena limpia y gruesa Él, creería que habría entrado en alguna tienda a
comprar algún souvenir o baratija y me esperaría en el auto o tomando una
“Cristal” mientras leería “El Mercurio”. No le diría nada. ¿Para qué? Tantos
diálogos inconclusos, tantos silencios con respuestas poco esclarecedores. No
valía la pena. Nunca debió haber valido la pena. Era mejor así. Desparecer.
Tomaría el primer ómnibus que me llevara a Santiago y me perdería en la gran
ciudad. Sería mejor así pensaba, para afirmar mi decisión: desaparecer de su
vida, desaparecer de mi vida. Crearme otra nueva con otro nombre y otro
entorno. ¿La compañía? ¡Ni se me había ocurrido! Una vida de pies descalzos
hundidos en la arena mirando atardeceres en el mar. Viendo como el océano se
devora un sol grandote casi rojo sin ninguna pena.
Escuchando el ataque diario de las
bombas que escupen las olas.
Perdiéndome en la bruma matinal
que todo lo invade. Tomando un café, sin horarios, sin aprobaciones, sola, sola
como estaría mi alma en ese desconocido lugar que imaginaba. Sí, una vida
nueva, sin reclamos, sin reproches, repleta de poesía y literatura tierna y
romántica, alejada de aquélla otra literatura, la profesional, la científica
que absorbe al hombre su ser, lo niega y lo transforma en un elemento más de su
realidad olvidándose su alma en el camino de tanto texto.
Una nueva vida. . . No nos
habíamos detenido según mi plan en la ciudad de los Andes. Cuando me di cuenta,
el camino se hacía cada vez más empinado. Y un río torrentoso a su derecha,
bajo el nombre de Río Blanco se desbordaba en aguas marrones. Los cerros ya de
altura sin nieve en sus picos me alertaron que el Plan “A” no funcionaría. De
inmediato hurgué en mi memoria un Plan “B”. No lo encontré. Me desesperé, me
sobrevino la taquicardia de la angustia, mientras él me señalaba una estrecha
garganta por la que a borbotonadas se escurría el río desmadrado, otrora blanco.
No había retorno. Poco más adelante un atemorizante caracol asfáltico me
anunciaba que la frontera estaba cerca y con ella la vida nueva se moría. Y la
de siempre volvía. El ascenso me mareó, cerré los ojos y me dormí y soñé, soñé. . .Su voz ronca me
despertó: "Ya llegamos a la
Aduana , amor, hay que bajarse y hacer el trámite." No
respondí, me restregué los ojos para comprender dónde estaba. No era la ciudad
de Los Andes, ni Santiago, menos el lugar soñado junto al mar. Él me señaló
hacia adelante y enfilamos hacia una ventanilla atendida por una empleada
aduanera. Me había quedado sin voz. Pero al responder el reclamo administrativo
de aquella agria mujer, un fuego interior subió desde mi estómago hasta mi
garganta, calentó mis cuerdas vocales y estalló en la expresión tonta de mi
respuesta. Salí de la fila. Él quedó presentando su documentación. Respiré
profundo y el aire fresco de altura llenó mis pulmones. Una fuerza renovadora
me impulsó desafiando el apunamiento. Lo tomé del brazo y le dije: Vamos, querido,
tengo apuro por llegar a casa. . .
2013
Un viaje siempre hace salir de la rutina.Lo peor es volver a la cruda realidad.Yo te diría que con los años he decidido, o estoy en ese tema, romper con la realidad y centrarme en mi mismo y dejar la tontería que llevamos siempre encima del trabajo.
ResponderEliminarEs el momento de ir a esos parajes con más o menos dinero ya que ir el el objetivo.
Un saludo de uno que tiene ya casi 52 años y está apunto de buscar ese horizonte que has incluido en tu relato
Espero que ella encuentre algun dia su hogar, y por fin estar agusto con ella misma. Un besote mi amor!!
ResponderEliminarQué tristeza.
ResponderEliminarNo hay salida.
Tal vez si la esperanza hubiera acompañado al sueño habría dado fuerza y sentido a la débil decisión cautiva de la impotencia.
Solo con acercarse al mar entran ganas de libertad... pero la libertad es eso que tenemos dentro, dentro de nosotros.
ResponderEliminarSaludos y un abrazote